El viejo rey nórdico se enamoró de la bella y joven Fjôrde. La tomó con fuerza y poder, pero no pudo ganar su amor.
La veía cantar y mirar el fuego, y anhelaba que su corazón y deseo fueran para con él, mas ella era indomable: fría como el hielo de la superficie, ardiente como la sangre de los volcanes.
Podía encadenarla, explorarla y horadar su corteza buscando oro, joyas y hierro, pero no encontraría su corazón. Ella cantaba como el lobo y vestía con las estrellas de noche, y para él sería un fantasma, una figura en la neblina.
Pues el viejo rey sólo tomaría de ella su cuerpo y ella haría su voluntad como una costumbre.
El rey la ansiaba, y con el tiempo se fue alimentando de vacío, porque eso es lo que ella le daba. Y así languideció, condenado por una condena que él mismo se había dado.
Sus hombres cercanos lo miraban en silencio. Sabían que no había que tocar el tema en lo absoluto, pero era necesario ponerle fin a ese martirio. Creían saber cuál era el problema, y que este tenía nombre y cuerpo de mujer y esposa.
La noche en la que caía una suave nieve, entraron sabiendo que el rey dormía y ella no estaría a su lado. Se la llevaron a través del bosque, y al pasar, el lobo aulló y las aves que duermen de noche despertaron para seguirlos.
Peleó, eso sí, como el fuego. Se revolvió como la ventisca, y a pesar de su menudez, fueron necesarios dos hombres para contenerla. Si bien su destino ya estaba trazado, al llegar al final del camino la dejaron en el suelo, la desataron y le permitieron que se levantara dignamente y dijera así lo último que animaría su aliento. Era lo único que le permitirían hacer a su reina.
Se atuzó la túnica y los observó altiva.
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Mirad que nobles caballeros. Cinco hombres que de hombres tienen poco, para llevarse a una mujer a la fuerza.
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No hables de nobleza, mujer, mejor calla. Que tienes a nuestro rey en las miserias por vuestro desquerer.
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Si, calla mujer. Tú eres de las veleidosas que vienen a esta tierra a destrozar los corazones de todo lo que toca. Tus ojos brillantes son una condena sin remedio, plaga. Escupo tu nombre al suelo, Fjôrde, y le pido a la parca que lo recoja.
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Dejadla, compañeros, no es necesaria tanta plática. Esta mujer está condenada y estás serán sus últimas palabras. ¿Algo que decir al final del camino?
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Sí, por supuesto. Yo sé que todos ustedes me han deseado, sucios, en secreto. ¿Creen que una mujer no se da cuenta de cómo la miran? ¿Y qué ni en el más remoto de sus sueños yacería con cualquiera de vosotros o cualquier hombre que holle esta tierra? Ahora sacais vuestras espadas para atravesarme, porque no hay otra manera en que podrán tocar mi propia tierra, sucios, cobardes, indignos, ¡Yo maldigo sus nombres!
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Suficiente, acabemos con ella de una vez por todas -, dijo el menor, liderando el concierto del acero cuando se desenvaina.
Se acercaron a ella en medio círculo, rodeándola para que no escapara. Pero ella no hizo ni un gesto, pues su altivez hasta luz irradiaba.
Y así fue que estos canallas presenciaron el milagro que nadie debiera haber visto nunca. Fjôrde, bella y furia, Fjôrde, la de los cabellos de oro y la piel de plata, la de los ojos azules que los lagos boreales como suyos reclaman, la mujer de los témpanos de hielo, alzó los brazos y entre las nubes asomó la madre luna, iluminando en su palidez el espacio donde estaban. A la señal de la luz, todas las aves elevaron sus cantos al unísono, agitando sus alas desde los palcos en los que se encontraban.
Entonces ingresó el lobo al espacio. Enorme y silencioso, señor de esas tierras. Era negro y en sus ojos habitaba la temible quietud previa a la tormenta que todo lo devora.
Ella lo miró de reojo y sonrió. Luego enfrentó al grupo de hombres que titubearon desconcertados.
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¿Qué os pasa? Tan valientes no es veís ahora, nobles caballeros.
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Entonces era cierto, esta mujer es una bruja.
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¿A eso es lo que temeis? – dio ella con sorna – ¿Que una mujer sea bruja?
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Matadla, ¡Ahora!
Se abalanzaron sobre ella y entonces, una sola voz y una sola orden salieron de ella.
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¡Alto!
Y como por arte de magia, los cinco hombres al instante pararon.
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Ha sido suficiente de niñerías, y miedos de niñatos. Les diré que es lo que ha vuestro viejo rey le está pasando.
“Cuando él se enamora de algo, la toma por asalto. Y lo que se adquiere a la fuerza, espanta a la libertad.”
“Y ustedes cobardes, ¡perros! ¡Jauría sin sentido y sin respeto! ¡Cayeron por nuestras aldeas, mataron a nuestros hombres, nuestros corderos, se repartieron las mujeres y las tierras como odres de vino! ¿Y luego venis a reclamar amor?
“Yo le he enseñado una lección a vuestro rey; quién construye fortalezas no puede salir sin armadura, sin vestiduras, sin corona, a pasear por sus tierras. Y con guantes no tocas la tierra. La amañas, la amasas, construyes con ella, pero no puedes sentirla. Entendió que tener mi cuerpo no es tener ni mi amor ni mi alma, como poseer un reino no le hace estar en el viento, o en el bosque y el agua. Se dio cuenta de que se ha separado él sólo del mundo. Y lo que tiene a la distancia de su mano está al mismo tiempo tan lejos que no hay forma de alcanzarlo. Le enseñé que perdió, porque la forma no es el alma.
“Y eso, necios, es lo que siempre ha querido vuestro rey. Me lo ha confesado cuando languidece en cama, lanzando migajas patéticas en busca de mi regreso. Está condenado por una ansiedad que los placeres no calman y que las conquistas no sacían.”
Los hombres la miraron consternados, pues sentían veneno en sus palabras. Eran necedades, diría cualquiera, pero ahí, en aquel anfiteatro de un bosque la luz de la luna, con los animales espectando aquella escena, algo de magia tenían que tener. Algo de cierto.
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Si te salvamos, ¿algo cambiará?
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Nada – dijo la reina – No es obra mía, sino su propia impericia y descontento. Sólo él podría salir de su encierro, caminando sólo por los bosques, tocando cortezas, rindiendo su ego. Escuchadme bien: cuando encuentre al hombre sabio a la orilla del lago, díganle que le entregue su corona. Tiene que ir sólo, sin escolta ni escudo. Sólo cuando se la entregue, encontrará lo que le hace falta.
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Entonces, ¿no vas a defenderte?
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Ahora me voy. No podrán detenerme. Mi fuego es interno, llevo el orgullo de la tierra en mis venas, así sea que la vierta hoy o en cien años más. Como ven, ustedes han sido mi puerta; para mí es mi salida del encierro, para su rey el umbral entre una vida vacía o el encuentro de aquello que tanto anhela.
Los hombres se miraron entre ellos, al lobo, a la reina, y actuaron al unísono.
El rey lloró con rabia y con pena al saber que ella se había ido. Sus hombres le contaron de su huida y del fatal desenlace, trayendo como prueba la cabeza de aquel viejo lobo. Su duelo fue largo, y en todas los hogares del reino se encendieron antorchas en recuerdo de la joven de ojos azules profundos y fríos.
Fue el más viejo de sus camaradas quien, tiempo después, le contó las últimas palabras de la reina. Quedó sumido en pensamientos largos, y un día, les dijo que saldría a buscar su destino y el reino en sus manos quedaba para hacerlo mejor y más justo, y así esperaba recibirlo para cuando retornara por el camino.
El rey abandonó el valle, cazó y comió bayas y venado. Pero más pasaban los días, siguiendo río abajo entre árboles y follaje, más iba perdiéndose entre las sombras. Buscaba el camino del sabio pero en el fondo era a ella a quién buscaba. Su mujer, su amor, los ojos de lago, la piel de plata.
Una noche, mientras contemplaba la fogata, tuvo un súbito impulso: acercó su mano al fuego todo lo que pudo tolerar, y mientras lo hacía, miró a su alrededor, a las tinieblas que lo esperaban. Algo distinto habían en ellas, al igual que en el fuego.
Se tomó sus cabellos mustios y blancos, y siguió todo el trayecto hasta la corona. Se la sacó y sintió en la mano el frío oro, las esmeraldas, los rubíes destellando frente a las llamas vacilantes.
Miró entonces a la distancia, sintiendo el bosque, y un escalofrío distante comenzó a recorrerlo. Se puso de pié, corona en mano, y dejó atrás el fuego, la comida, su reino, su legado.
Bajó vertiginosamente por la espesura gritando “ Fjôrde”, repitiéndolo sin cesar al amparo de la noche. Una fiebre de vida había despertado sobre su piel y en su pecho. Quería volar y ser el águila, correr y ser el venado, subir a las colinas cercanas y cazar la luz de la luna y al final, sintiendo la tierra en sus pies, cantar con la energía de ese mundo la canción del lobo.
Fjôrde
Así pasó la noche, en un santiamén para los que conocen esa locura.
Llegó a la desenvocadura del río al amanecer, y frente a él despuntaron las montañas, las islas verdes rodeadas de neblina rosada y púrpura. Vio al sol iluminando ese sinuoso pasaje de mar, tierras escarpadas e islas esporádicas.
Y gritó el nombre de todo aquello que estaba viendo.
Y ese nombre fue Fjôrde.
Entonces, con la calma del amante, ingresó al verdadero reino regalando su corona a su amada, y se entregó a su silueta de tierra y finalmente, a sus brazos de agua.